RONDA CON PEREIRA Y PORTUGAL



      En Villafranca del Bierzo pasé la tarde de ayer, 25 de abril. Quería reencontrar a Pereira, en su ciudad natal, el mismo día que cruzó la raya del horizonte camino del Noroeste Eterno, hace ya tres años.


      Seguro que antes de atravesar el océano Atlántico hubo de posarse en el alborotado paisaje de los portugueses, y no para preguntarles ‘hacia dónde van, ni si vienen de muy lejos’, sino para oírles su hablar silencioso y decir de su Revolución de los Claveles. Él, que tanto amaba a Portugal. “¡Qué bien huele Portugal!/ El aire de sus pinares/ llega hasta Ciudad Rodrigo.// Vienen a aromar en mí,/ si desde Ayamonte miro,/ briznas de algarves maduros/ y limones extendidos...”, decía en el primer poema de su radiante Cancionero de Sagres. Sentí que él mismo me lo dictaba cuando lo leía yo en voz alta ahí, en el jardín de la Alameda. ¡Qué bien huele Portugal!


      Ese verso entregado al aire, como un brevísimo fado... Porque he venido aquí esta tarde, Antonio, no para encomiar tus dotes de extraordinario cuentista, sino para reencontrarte embriagándome de vino y de la poesía que rezumabas entonces, cuando los claveles eran rojos y Portugal todavía olía a saudade y revolución. Se me hace cuento que te hayas perdido por el Poniente un 25 de abril. Porque con esta copa de tinto joven (y ya van cinco) y tu Cancionero de Sagres contemplo en la lluvia signos inequívocos de tu presencia. Y qué gran poema labraste aquel atardecer paseando por el Chiado de Lisboa: con él y unas copas de oporto, milord, no habrá nunca amor que se resista: “No creas si te dicen,/ mi amor,/ que Portugal es pobre,/ que no.// Algún día/ los dos/ iremos al Chiado,/ tú y yo.// Tuya será la seda/ mejor,/ rubíes como un rojo/ carbón/ y zapatos de blanco/ charol.// Siete calles de espejos,/ mi amor,/ donde comprar la luna/ y el sol.// Que Portugal no es pobre,/ que no es pobre,/ que no.”

    Un tinto más y, mientras se acerca la noche por el río, oímos la voz de Zeca Afonso, el himno de aquel apasionante abril, "Grándola Vila Morena,/ Terra da fraternidade,/ O povo e quem mais ordena..." ¡Qué punzantes esos destellos de clavel y revolución elevándose sobre las fronteras de Portugal!


    Y ahora permíteme, Pereira, que vaya desgranando aquí, frente a la Colegiata, “La hora de la saudade”. ¡Qué enorme tuviste que sentirte entonces, como un soldado con clavel, qué barco te navegaba cuando escribías “Anochece en Portugal./ Toda la melancolía/ del mundo pesa en el alma./ ¡Qué lenta la anochecida!...”


     Tan lenta que lo vi cruzar, muy despacio, el puente sobre el Burbia camino de su barrio de La Cábila.


GUERRILLEROS DE LA NOCHE


      Recordad ese poema de Bukowski titulado Cisne de primavera: “Los cisnes mueren también en primavera/ y ahí estaba flotando/muerto en un domingo/ de lado/ girando en la corriente/ y me acerqué a la rotonda/ y en lo alto/ dioses y carros/ perros, mujeres/ giraban,/ y la muerte/ me corría por la garganta/como un ratón/ y oí que llegaba gente/con sus bolsas de picnic/ y su risa,/ y me sentí culpable/por el cisne...” 


   Y es que he oído decir que últimamente están desapareciendo cisnes y patos de esos parques donde juegan los niños y algunos de vosotros pasáis las tardes. He oído contar que hay diablos hambrientos que se aparecen por las noches y los encantan y los adormecen y al fin vuelan... ¿Será cierto este cuento?

    Una ciudad es un poema lleno de cisnes vulnerables y lisiados y lluvia que envenena. Una ciudad es un poema atravesado de hombres enloquecidos que se acercan a los estanques de los parques para sofocar el hambre. Y es también una noche tras noche en que aparece un hombre de unos cuarenta años sumergiéndose en los contenedores de basura de mi barrio.

     Salí a dar un paseo y ahí estaba, tocado con boina escocesa, chaqueta de panilla y pantalones de mahón, sacando del contenedor todo tipo de desechos: frutas, trapos, verduras, banquetas, latas de conservas... Olía a güisqui. Y no sentía vergüenza, me dijo. Llegué a pensar que el tipo traficaba con todas esas basuras. Le ofrecí un cigarrillo y pude establecer una charla con él durante un par de minutos. No me siento mal rodeado de toda esta putrefacción, me dijo muy orgulloso este guerrillero de la noche. Y me despedí de él con pena de no haberle sonsacado algunos pensamientos más íntimos. Lo último que llegó a decirme fue “¡¡Mierda!!”.


      Me hubiera gustado hablarle de esos otros guerrilleros que quieren hacer de la ciudad un espacio más bello, de esos guerrilleros de jardín conocidos mundialmente como ‘guerrilla gardening’, activistas enamorados de los frutos ‘incorruptos’ del campo que en la oscuridad de la noche labran esos espacios olvidados donde crece el césped urbanícola para convertirlos en jardines donde han de brotar tomates, lechugas, repollos, flores... Imaginad los bancales de esas calles y avenidas donde habitáis transformados en huertos fecundos de verduras y hortalizas y jazmines y grosellas. ¿Cuidaríais de esas plantas? Es el anhelo de la apacible vida rural, de los tiempos verbales conjugados en agua y abono de animal y surcos libres de impurezas... ¡Ah la ciudad traspasada de la nostalgia de la aldea perdida, de la rústica mitología primordial!

    La próxima noche que lo vea hurgando en los contenedores le recitaré entero a ese guerrillero el poema de Bukowski.

FLORES DE LA POBREZA


       Porque cada noche que pasa es más intenso este sentimiento: «Cada día que pasa estamos más pobres». Como si todos los barrios de la ciudad se despertaran con cien kilos más de miseria después de haberse acostado sobre el bramido de la consternación.

      ¿Todavía podemos quejarnos en este clima de recortes económicos tan brutales? Huele a pobreza donde antes olía a delirio y frenesí. Y sin embargo son muchos los que aún sonríen como si nada realmente esencial en nuestras vidas estuviera quebrantándose. La pobreza habla como esas fachadas desconchadas que descubres al atardecer, como esas puertas astilladas que algún fantasma ha cerrado a cal y canto. La pobreza es un grito que transforma nuestra casa en una tormenta de arpones.


        Voy descendiendo hacia el centro de la ciudad y encuentro tirado sobre la acera un ramo de rosas rojas artificiales. Me intriga su presencia y me pregunto qué habrá ocurrido en el corazón de quien esa mañana entró entusiasmado en la floristería y poco después decidió dejarlas tiradas ahí, en la calle General Vives. Atravieso despacio el puente Cubelos y recuerdo entonces que también la condonería de la calle de la Puebla ha sido cerrada. ¿Nos atarán? ¿Nos sedarán?

         Sí, cada día que pasa estamos más pobres. Así que sólo brillan las farolas y me pongo a tararear aquella canción de El Último de la Fila, «Cuando la pobreza entra por la puerta/ el amor salta por la ventana...». La lluvia tenue y fría que está cayendo se limita a desvelar tan solo las vergüenzas, como si su misión consistiera en ocultarnos las lágrimas.

       Y otra tienda que se traspasa. ¿Quiénes sostienen que la pobreza es un mal necesario, cósmico, universal? Tal vez los mismos que han celebrado en la capital de España ese estúpido e infructuoso Congreso Internacional sobre la Felicidad durante estos días republicanos de abril. Los ecos de la alegría social se van apagando, brilla esta ciudad bajo la lluvia como un hospital clínico de emergencias.

         Camino por esas callejuelas del abandono, como recién salidas de la pesadilla de un dios despiadado, y me asalta el presentimiento de que vivimos ya en un estado de excepción. Y parece que el río Sil se ha quedado sin peces en mi lengua. Así que habrá que seguir escribiendo que cualquier día echarán de comer a los perros nuestra conciencia social, que cualquier noche levantarán en las afueras del oeste un campamento de pobres, y otro campamento de más pobres y proscritos en las afueras del sur...


        Dos horas después veo que sigue ahí tirado el ramo de rosas artificiales. Nadie ha sentido lástima de él. Tal vez sea ese el destino natural de las flores de la pobreza. 

MATANDO JUDÍOS


      Me encuentro con Morlito en un bar del barrio, nos abrazamos, él lleva ya dos horas matando judíos. Le han dejado salir estos días del centro de rehabilitación mental. Morlito, inofensivo como un diablo de alquitrán. 

       -Mientras llueve y no llueve, por aquí rondaré esta Semana Santa.

      Y me invita a matar un judío. Su rostro barbado, sus ojos de ave rapaz, su flaca anatomía, ay Morlito, podrían confundirte con el bandido Barrabás. Me enseña la fotografía de una procesión de papones que viene en el periódico y me dispara a bocajarro: 

        -¿Y tú, teacher, de qué Cristo eres: del Cristo del Perdón, o del Cristo del Gran Poder?


         Del Cristo del Desenclavo, Morlito. Sigue siendo muy alta la temperatura de tu cerebro. Como si Dios no se cansara de azotar tu corazón.
     Y nos enredamos hablando de las ceremonias que están celebrando esta semana los católicos. 

     -Yo, a veces, creo que siento a Cristo en mis entrañas. 

  Morlito, preso entre las sombras de su conciencia atormentada allá en una villa de la provincia de Orense. Un día le entraron dos papagayos por la frente y ahí le siguen flagelando los sesos. Las últimas palabras que dijo Cristo antes de morir se las sabe de memoria: 

    -Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y las dijo en arameo. 

   Porque Morlito fue monaguillo antes que agnóstico. Y mientras matamos otro judío vamos recordando algunas imágenes y figuras de la Pasión: Cristo con la cruz a cuestas por las calles de Jerusalén, el costado de Cristo traspasado por la lanza de Longinos, las manos de Cristo taladradas... La religión del dolor y el sufrimiento, Morlito. 

     -La noche del Sábado Santo salíamos por el pueblo tocando la carraca... ¿Cómo te imaginas tú la resurrección de Cristo?

    Y se interesa entonces por el libro que he dejado sobre la barra, una miscelánea de aforismos y poemas escabrosos. Lo abre, lo ojea con ansiedad de lector malherido, y al fin deja caer sus ojillos sobre El error de Cristo, y en voz alta lee: “El fundador del cristianismo opinaba que nada hacía sufrir tanto a los hombres como sus pecados. Este fue su error, el error de quien se sentía a sí mismo sin pecado y a quien le faltaba esta experiencia... Los cristianos han sabido posteriormente dar la razón a su maestro y santificar su error como verdad.” Es una sentencia de Nietzsche, y ya se sabe que este filósofo estaba loco. 

     -¿Matamos otro judío, teacher?


     Morlito y su soledad de águila imperial en las cumbres. Irrumpe entonces en el bar un enorme gato negro y se nos queda mirando. Morlito tiembla como un trapo tendido frente al viento y se agacha y le dice al gato: 

   -Sopas de ajo en Budapest, perla del Danubio. 

Nos echamos a reír los tres y coreamos el verso del maldito:

        -¡Apiádate, oh Satán, de nuestra larga miseria!